Yabel René Guadarrama Rivera
Desde épocas inmemoriales, la muerte en México, ha
sido objeto de veneración. El Mexicano, como diría el bate López Méndez, se divierte jugando a los volados a veces
con la vida y a veces con la muerte…
El origen de esta festividad es tan longevo, que en
la actualidad es resultado del sincretismo que surgió con la unión de las
culturas indígena y europea, a partir de la conquista de nuestro país, por
parte de los españoles.
La conmemoración del día de muertos se remonta al
México mesoamericano. El calendario indígena se rige por veintenas, siendo
importante la denominada como Tlaxochimaco,
cuyo significado es ofrenda de flores.
En ella se celebraba el Micailhuitontli
o fiestecita de los muertos pequeños,
en la que se recordaba a los niños fallecidos. Para ello se cortaba en el monte
un madero grueso o Xocotl, al que se
le cantaba y bailaba, al mismo tiempo se le ofrendaba a Huitlizlopochtli formando su figura con amaranto y miel.
Posterior a esta veintena, seguía otra igualmente
trascendente, Xocohuetzi o caída de los frutos, en ella la
celebración correspondía a los muertos adultos o Huey Micailhuitl, durante la misma, se ofrendaba a los difuntos con
ofrendas de frutos, guisos y dulces, en la ofrenda se colocaba sus vestimentas
y herramientas de trabajo. Se reverenciaba en ella a Mictlantecutli y a su dualidad Mitlantcihuatl.
Los antiguos mexicanos creían que la muerte y la
vida constituyen una dualidad. La muerte para ellos no era el fin de la
existencia, sino el camino de transición hacia algo mejor, es decir la muerte
permitiría reintegrarse al Universo de formas variadas, los guerreros que
morían en el campo de batalla se convertirían en mariposa o colibrí para
acompañar al sol desde su salida al ocaso. Si era una mujer la que moría en el
momento del alumbramiento, se les consideraba como verdaderas guerreras, y
también acompañarían al sol en el momento de su ocaso convertido en Cihuateteotzin.
Así mismo, la muerte, no representaba un propósito
personal; la muerte se justificaba en el bien colectivo, la continuidad de la
creación; importaba lo que pudiese pasar al mundo, no la salvación individual.
Los muertos, se creía, desparecían para fundirse al aire, al fuego, al agua y a
la tierra; los cuatro elementos primordiales del Universo, para devolverle a
este su esencia y animarlo.
El cristianismo, y en especial la Iglesia Católica,
celebra el Día de los fieles difuntos, el 2 de noviembre, esta festividad tiene
por objeto el interceder ante Dios con oraciones, sacrificios y limosnas por
las almas del purgatorio para que abandonen esta morada y vayan al cielo.
Instituido por primera vez en los monasterios cluniacenses en el año 998, la
observancia se generalizó muy pronto. Entre los campesinos europeos, el Día de
Difuntos permite recuperar muchas costumbres populares pre cristianas.
Asimismo, en algunos pueblos latinoamericanos en el Día de los Muertos se
realizan numerosas ofrendas, especialmente de comida, bebidas y flores para complacer
a los familiares difuntos y obsequiarlos con provisiones para su largo camino
por el inframundo, según las creencias de las religiones prehispánicas.
En muchas comunidades agrícolas, una vez lograda la
cosecha, las ceremonias de día de muertos, sirven para agradecer y despedir a
nuestros antepasados que nos han acompañado en el trabajo para conseguir que
sea productivo; sus almas ligeras han intercedido para que la siembra llegue a
buen término.
En poblaciones grandes y en las ciudades del centro
de México, los altares para los muertos se dedican a los antepasados y a las
personas que han sido un ejemplo para la comunidad, siempre se hace con gusto y
respeto. Una de las principales variantes de los altares urbanos, es el sentido
del juego con que se presentan, así se incluyen de manera usual
representaciones de la muerte a las que se les llama calacas. Las hay de todos los materiales; los artistas y artesanos
populares utilizan palma carrizo, azúcar, barro, plomo, chocolate, entre otros,
para presentar sus creaciones.
De igual manera en las grandes ciudades, destaca en
estas fechas la representación de un drama escrito en el S. XIX por José
Zorrilla: Don Juan Tenorio, costumbre
que inició en 1864, año en que se desposó la puesta anual en escena de esta
obra con la celebración del Día de los Difuntos. Se puede pensar que en nuestro
país fueran de un orden bastante diverso las razones del éxito del Tenorio, que
pronto se adoptó la costumbre española de verlo representar unido al día de
muertos, en México encontró una mezcla de religiosidad y diversión.
Por otra parte es necesario destacar, que a fines
de dicho silgo el célebre grabador José
Guadalupe Posada, inicia la tarea de representar al pueblo oprimido y a su
autoridades opresoras a través de sus conocidas claveras, las cuales circularon
de mano en mano por medio de las ya legendarias hojas volantes, tal es el caso
de la Calavera catrina.
Sin embargo Posada cimenta su obra en Manuel Manilla. Fue Manilla el
primer grabador que se especializó en la producción periódica de calaveras, así
como en publicaciones infantiles, y en la ilustración de cancioneros populares.
También abrió camino diseñando portadas de libros en encuadernación rustica,
produciendo grabados para carteles de espectáculos, e ilustrando textos
escolares y anuncios publicitarios.
Finalmente dentro de estas tradiciones tenemos a
las Calaveras literarias, de ellas podemos decir que son una composición
poética que tiene como finalidad describir con agudeza un pensamiento satírico,
burlesco y sarcástico, cuya temática está relacionada con la muerte. Se
escriben con la intención explícita de mofarse de alguna persona famosa o de
algún acontecimiento político o cultural. Esta costumbre tiene sus orígenes en
la época colonial y se encuentra relacionada, vía España, con ciertas
expresiones de religiosidad de la alta Edad Media, como la Danza Macabra o
Danza de la Muerte.
En
la época novohispana, las calaveras literarias se hallan vinculadas a la madre
Matiana, a la que se atribuían profecías y epitafios que se transmitían
oralmente. La censura colonial prohibió la libre circulación de las calaveras
por considerarlas irreverentes. No sería sino hasta el siglo XIX que las
calaveras empezaron a circular de nueva cuenta impresas. Las más antiguas
aparecieron en 1849 en el periódico "El Socialista", que editaba en
Guadalajara, Jalisco José Indelicato.
Bibliografía:
Yabel
René. Camino a Mictlán. EPOANC.
Capulhuac, México 1994.
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