Guadarrama Rivera, Yabel René
Llega
noviembre, con olor a cempaxúchitl nos invita a pensar en los muertos. Penúltimo mes del año, en el que el sopor del
otoño a lo largo de sus días cae intermitente. El sol ya no quema como lo hacía
en mayo, se han ido las aguas y con ellas llega el frío. La tierra ha dado sus
frutos, comienza la época de cosecha, el color ocre de las milpas nos recuerda que Capulhuac es una
comunidad campesina que se niega a morir.
Como hace dos años me lleno de regocijo,
me han invitado a impartir un curso en la Escuela Nacional de Danza Folklórica.
Mostrar las danzas de mi pueblo es una responsabilidad y resulta un privilegio.
Para tal efecto se ha elegido la Danza de los Arrieros.
No dudo un instante, acepto. Qué mejor que
hacerme acompañar de mi padre: Jesús Guadarrama Hernández; danzante tradicional
desde hace más de sesenta años. También habrán de ir conmigo Antonio Alvarado
Guadarrama y Salvador Rodríguez Barón; jóvenes maestros de píe de danza que
entre sus conocimientos guardan las enseñanzas de dos maestros ya fallecidos:
D. Francisco Guadarrama González y D. Luis Monroy Samaniego.
En dicho curso habrán de participar los músicos tradicionales de San Pedro Tlaltizapán: José Luis
Jiménez Arcadio en el violín, José Luis Iglesias Hernández en el bajo y
Cristóbal Arcadio Ríos en la guitarra; quienes también lo hicieron en el curso
de Negros Sordos. No puede faltar Ángel Hernández Linares, mi amigo desde la
infancia.
Hacia allá vamos en la fecha indicada,
cual Nao de China cargada de mercancía con rumbo al Puerto de Acapulco. A
diferencia de ésta nosotros, no transportamos artículos traídos allende el mar.
Pero si llevamos la historia de los
antiguos arrieros de Capulhuac, aquellos que a partir de la Época Colonial,
viajaban a esas tierras que lindan con el Océano Pacífico, para comerciar con
mercancías llegadas de Asia a las costas de Guerrero: el mango de Manila y el
tamarindo de la India, las especias y la canela de Ceylán, el clavo y la nuez
moscada de Tidore, la pimienta negra de Sumatra, las vajillas y jarrones
fabricados en porcelana azul y blanca, los manteles y servilletas de lino
oriental, los cubremesas bordados en seda, imágenes religiosas talladas en
marfil, tibores, gobelinos, mantones bordados, trabajos de concha nácar, joyas de filigrana de oro, ropas bordadas para
sacerdotes en oro y plata, el estaño, el plomo, el hierro, la pólvora y la sal.
Por
supuesto para mercar los productos de la región: la java de cerámica que
imitaba bien a la de porcelana, pescado,
chaquira, arbolitos de espumilla, sal de Salina Cruz, algodón coyote, coco
cayaco y coco socato, tabaco… De paso, para
transportar artículos de los parajes que iban encontrando en el camino:
rebozos de Tenancingo; chiles; aguacates; jitomate, canastas de Tonatico,
trastos y comales de barro de Chilapa, mezcal de Chilpancingo.
Llega noviembre y la danza
de los arrieros de Capulhuac, cuál nao que surca el mar arribó a buen puerto.
Su origen, su historia, su música, su esencia, su contexto fueron bien
recibidos por los alumnos y maestros de la Escuela Nacional de Danza
Folklórica. En dicha institución educativa de la ciudad de México, como dice la
relación de la danza tenemos nuestra casa y fuimos bien recibidos.
Llega noviembre, con olor a
cempaxúchitl nos invita a pensar en los muertos, en este caso en los viejos
arrieros, en los que se adelantaron en el viaje que no tiene regreso: Ladislao Gil, Brígido Gil,
Aurelio Martínez, Juan Torres Gil, Baldomero Gil, Francisco Ramírez, Lauro
Torres, Margarito Barón Enríquez, Eulogio Encarnación Vega Gil Rojas, Rafael
Ubaldo —El Buen Arriero-, Julio Ubaldo, Chenco Vallejo, Feliciano Robles…
quienes fueron arrieros de trabajo,
quizá los últimos en realizar el viaje a las costas de Guerrero.
Entonces fluyen los nombres de los
arrieros que han destacado en la danza: Pedro Guadarrama, Francisco Guadarrama
González, Manuel Robles, Juan
Guadarrama González, Constancio Vallejo, Pedro Pérez Hidalgo, Abel Vélez, Juan
Guadarrama Hernández, Pablo Hernández, Juan Meza, Luis Monroy Samaniego,
Margarita Vallejo Muciño, Felipe Gómez Zamora… además de los músicos Daniel
Pulido, los hermanos Benito y Crisóforo Rojas, Pedro Rodríguez y su hijo
Antonio, Faustino Gutiérrez, así como don Amadito; de este último el tiempo se
encargó de llevar al baúl del olvido sus apellidos, dejándonos como recuerdo su
nombre y su invidencia.
La nostalgia me dice que es una desgracia
que los nombres de los pioneros, de
aquellos arrieros que en el S. XVIII comenzaron esta sufrida labor en el
pueblo, hayan quedado en el anonimato. Pese a ello la tradición perdura en aras
de recordar aquellos días del ayer que se esfumaron para siempre al finalizar
la primera mitad del pasado siglo.
Gracias a la Mtra. María de Lourdes
Cambray; Directora de la Escuela Nacional de Danza Folklórica, a los maestros
Víctor Lozano, Nazul Valle Castañeda, Marco Antonio Salazar Chávez y Juan
Carlos Palma, por confiar en nosotros.
Finalmente, quiero agradecer a los alumnos
que tomaron el curso, gracias por su empeño y amor por las tradiciones de
México.
Es tiempo de despedirnos, como dictan los
cánones en esta danza, cada uno de nosotros habrá de regresar con su familia,
con sus padres, con sus hermanos, con su sagrada esposa, con sus hijos; a su
choza, a su paraje, a su tierra Capulhuac de Mirafuentes; tendrá que
reconcentrarse y esperar de nueva cuenta el momento propicio para agradecer a
Dios, a San Bartolomé Apóstol y a la Virgen de la Soledad del Puerto de
Acapulco los favores recibidos.
¡Adiós
camaradas, a la vuelta del viaje nos vemos!
México, D.F. Noviembre de 2013
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